Por: Margarita Posada (autora de Las muertes chiquitas)
Sí, soy bipolar y mis manías son casi imperceptibles, mientras que mis depresiones son más que evidentes. De la brillante creadora de “Seré un ama de casa desesperada en Austin, Tejas” que luego se convirtió en novia fugitiva, llega “Seré madre soltera producto de un amor de verano con un veinteañero inglés” y, sí, abortaré, como lo cuenta este relato. No. No lo hice porque fuera un embrazado no buscado, una violación o pusiera en riesgo mi vida. Podría justificarme con esta última razón que aparece en las tres causales por las cuales se permite el aborto en Colombia, pero debo decir que aborté porque pensé que estaba preparada para traer un hijo al mundo como madre soltera y la realidad me mostró, no sólo que no lo estaba (porque de poder, se puede, claro), sino que NO QUERÍA tener un hijo como madre soltera, a pesar de lo mucho que admiro a las madres solteras que han optado por tener sus bebés.
Las cosas suceden así: Mi vida ha dado un gran giro al dejar de beber y me siento todopoderosa. Soy la “feliz” presentadora de radio de un programa en el que me toca seguir poniéndome el disfraz de femme fatale que ya no me queda y en donde no hay espacio para el periodismo que yo sé hacer. Pero soy exitosa según la sociedad. Estoy viviendo una mezcla de euforia, aunque en el fondo quiero que mi vida tenga más sentido que ser la presentadora de un programa de radio. Viajo a Palomino para pasar el fin de semana leyendo antes de ir a trabajar a Santa Marta. Mi estadía en Casa Coraje acaba siendo un idilio amoroso de proporciones inimaginables. La vida rosa vuelve a colorearlo todo al punto de hacerme enamorar de un inglés más de diez años menor que yo. Sigo sin entender lo que significa para mí ese veneno de confundir la fuerza energética del sexo y del enamoramiento con algo mucho menos volátil que se llama amor. Recuerdo también cuando el inglés me dice con sus ojos rojos de tanto fumar marihuana que me tome la pastilla del día después y recuerdo perfecto mi respuesta. No necesito pastillas del día después. Solo me la he tomado una vez en mi vida por una emergencia. De resto, he estado más que en control de mi cuerpo y me he cuidado muchísimo de no quedar embarazada, sobre todo porque mis dos hermanos metieron las
patas con sus respectivas, y yo he tenido que presenciar de cerca lo que significa tener un hijo sin haberlo buscado. Este NO es el caso. Soy una mujer hecha y derecha. ¡Voy a cumplir cuarenta años! Si estoy embarazada es porque el destino así lo quiere. No me importa si él quiere ser papá o no. Ni siquiera tiene por qué enterarse, en caso de que esté embarazada. Aunque no lo estoy y el romance ha debido acabar ahí, mi necesidad de convertir en novelas los cuentos cortos, de inflar la realidad hasta hacerla reventar, me lleva a verlo no una, ni dos, ni tres, sino cuatro veces más. Pero como ya no tengo alcohol o drogas para mantener el hechizo a largo plazo, muy pronto me doy cuenta de que este hombre no es como yo lo he idealizado en los atardeceres rosa de Palomino, ni de Barlovento, ni de Santa Marta, ni de Bogotá. De hecho es más bien un niño, no un hombre. Es además patán y arrogante (como todos los hombres de su edad) y vive en una irrealidad aún más rosa que la mía, a punta de fumar marihuana y otras drogas de sol a sol. Estoy acostándome con un adolescente que vino en un road trip a Colombia con su mejor amigo y se encontró una mujer enloquecida por encontrar el amor. Esa es la realidad para cuando esta desilusión se junta con la decepción absoluta en mi trabajo como locutora.
Todo llega a la cresta de la ola cuando me mandan a Río de Janeiro para reemplazar a la verdadera estrella de nuestro programa y descubro que ni siquiera tengo credenciales para cubrir el evento al que íbamos: los Olímpicos. De repente me encuentro en un Río húmedo y lluvioso, transmitiendo los Olímpicos desde el lugar donde ocurren pero sentada en un estudio al otro lado de la ciudad, con tres micrófonos y una tele encendida que lo transmite todo. A mi regreso, en un estado de inconformidad absoluta y de desazón porque la vida no me da lo que quiero, a sabiendas de que el personaje con el que he tenido un romance de verano extendido en tres meses es también otra decepción, acepto verlo por cuarta vez en Bogotá. Llega con su amigote a llenar mi casa de ropa sucia, olor a hippie y ceniceros de tabaco y marihuana. Los llevo a los lugares más especiales de mi vida (mi finca en Cachipay y la casa de mis sobrinos en Villa de Leyva) y requetecontra confirmo que ese olmo no me va a dar peras. Menos mal no quedé embarazada en Palomino, me digo. Pero sigo tentando al destino que tantas veces me ha salvado de mis decisiones apresuradas y pegadas con babas y es ahí, en el lugar favorito de mi vida, dentro de un jacuzzi al cual traigo casi a regañadientes a ese inglesito de veinticinco años que prefiere jugar playstation con su amigo, es ahí donde quedo embarazada.
No ha pasado siquiera una semana desde que comencé a sospechar que lo estoy y así, sin más, suelto la noticia en un almuerzo familiar de domingo. Pido una prueba a la droguería y resulta positiva. No estoy feliz pero me aferro a la idea de que, quizás, los demás estén felices y me contagien con su alegría. Pero eso no ocurre. Les cuento a mis compañeras de trabajo, en medio de una angustia a todas luces visible. No descarto abortar, aunque sé que no es una decisión sencilla. Intuyo que abortar a los dieciocho, sabiendo que tienes toda la vida por delante y que realmente no es el momento para cuidar de alguien, te da razones suficientes para hacerlo y te deja el camino abierto para ser mamá en otro momento más apropiado. Abortar, en este caso, cuando todavía puedes oír tus palabras en la playa de Palomino asegurándole a un desconocido que eres una mujer hecha y derecha y que recibirás lo que vengas gustosa, te genera un remordimiento muy difícil de digerir. Puede que esta sea mi última oportunidad de ser madre.
Por si fuera poco el compartirlo con mi familia, lo comparto con una cristiana que cree que es pecado y que ya pasó por ahí en épocas en que el procedimiento es absolutamente incierto y poco profesional por culpa de la culpa; con una mujer que está buscando su primer bebé desde hace meses, y con otra que está en su licencia de maternidad. Es tonto de mi parte esperar que ellas no me sugieran todo el tiempo tener el bebé.
Recuerdo el día en que llega esta quinta depresión como si fuera ayer. Nos tenemos que ir a trasmitir desde Pasto. El hotel donde nos quedamos es alto, muy alto. Vuelvo a contemplar la idea de tirarme por la ventana de mi habitación y me paro sobre una mesa para ver si la altura es suficiente para morir, pero no lo es. Me aterrorizo de volver a estar pensando en esto. No puedo dejar de pensar cosas horribles. Quería darle vida a un ser humano y ahora me lo quiero llevar por delante conmigo. Mi siquiatra, a quien visito regularmente cada quince días, me da una licencia por principios de depresión, en aras de que me sienta tranquila mientras decido qué quiero hacer. Una amiga mía que es madre soltera me habla con la verdad. Tengo dos opciones. La una es tan válida, difícil y valiente como la otra. Tenerlo es difícil. No tenerlo es difícil. Como quiera que sea, no voy a encontrar una salida fácil. Mucho se equivocan quienes están en contra del aborto si creen que terminar un embarazo es fácil.
Entro en una depresión demente y luego de mucho dudarlo decido abortar. La primera vez que hago la cita, no voy, me siento absorta en la depresión. Sí, lo estoy dudando, siento culpa, me caen encima todos los argumentos moralistas con los que me han criado. Mi siquiatra me da otra incapacidad por depresión de una semana. Me voy a donde mis papás, medito y dejo de preguntarme si seré capaz de tener ese bebé: capaz soy. La pregunta no es esa. La pregunta es si QUIERO tener ese bebé. Por eso decido que aborto definitivamente. Voy la segunda vez y me dicen que parece como si el bebé ya estuviera muerto, que necesito una ecografía de alta gama y que no pueden proceder… me monto en el tren de que quizá la vida ya decidió por mí y espero un fin de semana largo (porque es puente) para ir a donde mi ginecólogo, un hombre que no está a favor del aborto, muy prudente, pero que no sólo me dice que el bebé está perfecto, sino que me muestra su corazón latiendo. Me toca tomar la decisión a mí. Quedo completamente desubicada. Me siento la peor mujer del planeta, pero luego de otra semana una fuerza en mí me dice que no quiero tener ese bebé. Aborto en un lugar que en nada se parece a los escenarios terroríficos de los que me han hablado en el colegio. El procedimiento es sencillo a nivel físico, pero muy complejo a nivel emocional. Como ya no estoy embarazada, ese mismo día el siquiatra me medica de nuevo. Los que creen que aquí salgo del problema tan campante se equivocan. La depresión sigue su curso, tal y como lo pronosticó el médico. Me cuesta entender que la depresión NO es producto del aborto sino producto de la situación en la que yo misma me puse al embarazarme y contárselo a tanta gente sin siquiera estar segura de querer ser madre, así, en esas condiciones. Me acuesto toda la semana siguiente, decido no contestar más el teléfono ni comer. Ya he perdido mi trabajo y lo que sigue es harina de un costal que ya escribí sobre la depresión y que se llama Las muertes chiquitas, un libro en el que está publicada esta carta al bebé que nunca fue y que aquí transcribo:
Dulce Ra, Re, Ri, Ro, o Ru: Sí, es verdad que añoro haberte visto abrir los ojos y llorar, pero yo era toda llanto. Sé que no necesitas un perdóname, porque es muy probable que tu lugar en el mundo fuera aquel de no existir. Me pregunto si eras un antídoto infalible a mi falta de estamina cuando ya no puedo más. Es también muy probable que todas las mamás del mundo griten al unísono que sí. Tenerte para salvarme habría sido como tratar de no ahogarme en mar abierto sosteniéndome de tu hombros aún sin formar mientras se hundía tu cabeza y dejabas de respirar. Viviendo también habrías muerto. No. Tampoco decidí no tenerte para salvarme porque al fin y al cabo, mírame, aquí estoy sin ti. Creo que pensé en salvarte a ti de mí, porque no hay nada a lo
que tema más en esta vida que a mis ganas de morir y a lo que ellas pudieren llevarse por delante. Llevo ya dos fines de año mirando al infinito y buscándote en una estrella para saludarte. Feliz año, tú que no fuiste, dondequiera que estés, algún día en la nada, déjame acariciarte y creer que soy capaz de dar vida y sosiego. Tú que no fuiste, gracias por lo que hubo de ser, pero también gracias por eso que no fue.
No creo necesitar dar más explicaciones que estas palabras. De hecho este texto no pretende explicar por qué aborté, porque estoy en paz con lo que decidí y no necesito que avalen mis razones. Claro que me embarga un “qué habría sido si…” y estoy segura de que a todas las mujeres que hemos atravesado por esa difícil decisión nos asalta la pregunta de vez en cuando, lo cual no quiere decir que estemos arrepentidas, o que nos sintamos mal con nuestra decisión. Lo único que esto significa es que (como ya lo dije y lo recalco para cerrar) NO ES FÁCIL ABORTAR, ASÍ COMO TAMPOCO ES FÁCIL TRAER UN HIJO AL MUNDO. Ninguno de los dos caminos es malo o es bueno. Sencillamente es.
